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El socorrido invento de las prestaciones en especie como forma de aliviar el gasto público

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Los tributos, sin perjuicio de otras finalidades extrafiscales, sirven para obtener los recursos necesarios para el sostenimiento de los gastos públicos. Se distinguen de otros ingresos públicos porque gravan la capacidad económica de las personas físicas o jurídicas obligadas a satisfacerlos o, lo que es lo mismo, gravan una manifestación de riqueza. Por ello les resultan aplicables los principios constitucionales de igualdad, progresividad y alcance no confiscatorio.
Al lado de los tributos, sobre todo en los últimos años, se han puesto de moda las prestaciones patrimoniales a las que también alude la Constitución para sujetarlas al principio de legalidad. Bajo esta modalidad, se obliga a los operadores económicos a sufragar unas cargas que, en otro caso, tendrían que correr a cargo de los presupuestos generales. Gracias a ello, el Estado no incrementa el gasto público, aunque implementa políticas de todo tipo con un coste económico relevante que pagarán los privados o las empresas.
La cesión al Ayuntamiento de una parte de las plusvalías que se obtienen por los propietarios del suelo al ejecutar la urbanización; o la prestación de la seguridad social por incapacidad temporal no permanente derivada de enfermedad común que deben abonar los empresarios; o el bono social que corresponde, tras muchas discusiones, a las empresas del sector eléctrico o, finalmente, la elaboración de sistemas informáticos para que la administración pueda hacer el seguimiento de la recogida o tratamiento de residuos que realizan por mandato legal las empresas que los originan o los ponen en el mercado, son ejemplos de este tipo de prestaciones igualmente coactivas.
La idea es que, en aquellos sectores de actividad económica donde la intervención de la administración genera ventajas para la actividad de los operadores económicos, estos deben, a cambio, asumir determinadas cargas que imponen las administraciones que, en otro caso, deberían financiarlas con sus propios recursos.
A los tributos y a las prestaciones públicas patrimoniales no tributarias se han venido a añadir, todavía, un último tipo de prestaciones en especie, la cesión a terceros del uso de bienes inmuebles. La justificación de este tipo de medidas fue, inicialmente, la existencia de una situación extraordinaria.
Así, cuando la crisis económica hizo que se dispararan las ejecuciones hipotecarias y los consiguientes desalojos por falta de pago, el ejecutivo pensó que, para que los colectivos vulnerables no se vieran privados de su vivienda habitual, lo mejor es que se suspendieran los lanzamientos durante los dos años posteriores. A alguien se le ocurrió que lo mejor era trasladar esta carga a los adquirentes de las viviendas ejecutadas. Y, además, sin prever compensación por parte de la administración, ya que la deuda de quienes se mantenían en el uso de la vivienda seguía siendo un problema, irresoluble en la mayoría de los casos, entre propietarios y ocupantes. El hecho de que los adquirentes fueran, sobre todo, entidades financieras, permitió cubrir la medida bajo el disfraz de la contribución a la política social de quienes la habían ocasionado.
La misma justificación basada en la existencia de una necesidad extraordinaria y excepcional, esta vez la pandemia, latía en la decisión de que los desalojos de cualesquiera viviendas habituales quedasen suspendidos hasta que la administración se ocupara de dar una solución al colectivo vulnerable en un plazo que no podía superar los seis meses. Ni siquiera se contemplaba compensación a los propietarios de vivienda por esta medida, aunque los propietarios afectados no fueran ya grandes tenedores.
Si en diciembre de 2020 todavía podía hablarse de una situación de excepcionalidad derivada de la situación sanitaria, ya no es posible hacerlo cuando la prórroga de estas medidas se mantiene cuatro años después.
Ahora, el Gobierno justifica el esfuerzo que se reclama a los particulares por la situación inflacionista que incide en las personas y hogares con menos recursos, convirtiendo lo que era una situación excepcional en una situación ordinaria. Y es que si, inicialmente, la idea era ofrecer una solución transitoria mientras que la administración reaccionaba ofreciendo una alternativa habitacional para el individuo o unidad familiar insertos en este colectivo, ahora se trata de que los propietarios sean la “única solución” pudiendo la administración disponer de sus viviendas en favor de miembros del colectivo vulnerable por un tiempo que se desconoce. Si en marzo de 2020, el parque público de viviendas no alcanzaba siquiera al 2,5% de los inquilinos necesitados de protección, en la actualidad se ha conseguido que el parque público de viviendas haya crecido milagrosamente, aunque de forma artificial y coactiva, hasta el 100%.
El Gobierno ha pensado que este cambio de planteamiento se arreglaba, sencillamente, compensando al propietario una vez se levante la suspensión. Mientras tanto ha de ser el propietario quien ha de soportar la falta de pago por la ocupación de la vivienda y los gastos corrientes en los términos establecidos en el contrato. Y tampoco está claro qué administración ha de compensarle.
Por mucho que se invoque la solidaridad, este nuevo tipo de prestaciones en especie favorece la desigualdad y la conflictividad jurídica e impide realizar cualquier política dirigida a dotar a la administración de los medios necesarios para subvenir las necesidades del colectivo más vulnerable que, se quiera o no, tampoco es el único que sufre en las crisis. Y aunque la Constitución sea una norma especialmente amplia, es más que discutible que estas prestaciones coactivas en especie, a cargo de los propietarios, tengan cabida en la misma.
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