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El Código Penal como arma política: propuestas para su desactivación

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Benjamín Prieto y Borja Boluda analizan la incesante politización de la Jurisdicción Penal en los delitos contra la Administración Pública

No descubrimos nada nuevo al afirmar que existe una excesiva instrumentalización de la Justicia en nuestro país, sobre todo en los últimos años (y en concreto de los órganos judiciales del orden penal) por parte de los partidos políticos, organizaciones sindicales y asociaciones que utilizan con descaro el proceso penal para desacreditar al adversario por el mero hecho de hacerle aparecer como sospechoso de un hecho delictivo.

Ante la mínima sospecha de irregularidades, y sin tratar de esclarecer determinadas actuaciones o decisiones administrativas llevadas a cabo por quien ostenta responsabilidades de gobierno en los diferentes niveles de la Administración (municipios y entidades locales, Diputaciones, Comunidades Autónomas y Estado), se lanza al político de turno al coso penal a sabiendas que solo con exponerle en condición de investigado a la mirada pública le está causando un daño reputacional que raras veces se verá corregido por una ulterior resolución exculpatoria.

Se debe reconocer, no obstante, el importante rol ejercido por muchas de estas entidades, con acciones llevadas a cabo sin el apoyo o colaboración de la Fiscalía respectiva y que finalmente revelaron actuaciones políticas que claramente implicaban la comisión de hechos delictivos y exigían una repuesta penal acorde. Por otro lado, también ha influido en el constante recurso a la Jurisdicción Penal el malestar y hastío ciudadanos con los distintos grados de corrupción política.

No obstante, se aprecia por los operadores jurídicos una tendencia desmesurada a iniciar acciones penales ante cualquier irregularidad administrativa que se perciba, dando lugar en la mayoría de casos a procedimientos judiciales en los que se practicará una instrucción donde el responsable político de turno deberá comparecer en calidad de investigado, con todos los perjuicios y repercusión en los medios de comunicación que ello conlleva, siendo agravada dicha situación cuando se dicta auto de apertura de juicio oral y se somete al acusado a una “pena de banquillo”, también conocida como “pena de telediario”, innecesaria, cuestionando su honorabilidad pese a la ausencia manifiesta de hechos constitutivos de delito que, de ser ciertos, únicamente constituirían una irregularidad administrativa.

Desde hace algún tiempo se viene observando un continuo devalúo del principio de intervención mínima en este tipo de procedimientos seguidos por delitos contra la Administración Pública, principalmente en el ámbito de la Administración Local en causas penales iniciadas por partidos políticos o concejales de signo contrario que, ante cualquier anomalía, recurren a la interposición de querellas, denuncias o remiten la cuestión a la respectiva Fiscalía Anticorrupción.

En síntesis, solo debemos acudir al Derecho Penal cuando no tengamos otro recurso sancionador capaz de solventar el problema suscitado, solo para los ataques más graves a los bienes jurídicos más relevantes, porque el principio de intervención mínima que lo rige implica que la sanción penal sólo debe utilizarse para resolver conflictos cuando sea imprescindible.

Uno de los principales delitos generadores de conflicto es, sin duda, el delito de prevaricación administrativa, previsto en los arts. 404 y 405 del Código Penal que castigan a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo (404) o posibilitare nombramientos ilegales en diversas modalidades (405).

La mayoría de Audiencias Provinciales, así como el Tribunal Supremo, han tenido ocasión de pronunciarse a este respecto en multitud de ocasiones, generando una doctrina y jurisprudencia clara y pacífica en cuanto a la línea divisoria que separa la actuación meramente irregular del ilícito penal, llamando la atención reiteradamente a las respectivas fiscalías y a las acusaciones populares personadas, pero sobre todo a los Juzgados de Instrucción para que eviten la continuación de unas diligencias de investigación que nunca debieron llegar al escaparate de un juicio oral y que debieron ser sobreseídas para evitar un proceso abocado a la absolución en virtud del principio aludido.

Cuando estamos ante un procedimiento de estas características -siempre analizando el caso concreto- se deberá hacer el esfuerzo inicial de constatar si se ha producido una lesión del bien jurídico protegido que merezca la intervención del Derecho Penal o, dicho de otro modo, si debe trascender la conducta el ámbito de la Jurisdicción Contencioso Administrativa. Para dar entrada al proceso penal debe constatarse una con el derecho que permita sobrepasar la esfera de la jurisdicción administrativa, no bastando para la concurrencia del tipo con la supuesta contradicción con el derecho.

Para que una acción sea calificada como delictiva será preciso algo más, un plus de antijuricidad que ponga el acento sobre los calificativos “injusto y arbitrario” que prevé el tipo, como se recoge en diferentes sentencias del Tribunal Supremo.

Es cierto que en los últimos meses se ha venido corrigiendo en los distintos Juzgados de Instrucción esta tendencia y se puede observar una postura más restrictiva a la hora de acordar abrir juicio oral en este tipo de delitos; no obstante, la corrección es tímida y está poco extendida.

La inminente reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal puede ser aprovechada para introducir medidas más garantistas en el momento en que se agota la fase de instrucción y se pasa a la fase intermedia del procedimiento, con exigencia de mayores indicios que eviten juicios innecesarios que solo buscan el escarnio del rival político; esa fase intermedia podía utilizarse como filtro que depurara acusaciones claramente infundadas y reservara la plaza del banquillo de acusados solo a aquellos casos que requirieran realmente el examen valorativo de la prueba plena que se practica en un Juicio Oral Penal en el que el acusado deberá defender su inocencia, por existir indicios de esa “grosera y patente” contravención.

Tampoco serían mal recibidas nuevas y precisas circulares-instrucciones de Fiscalía General del Estado sobre la procedibilidad, que evitaran el bochornoso espectáculo de acusaciones del Ministerio Público que carecían de la más mínima consistencia y que no justifican hacer pasar al acusado (recordemos, político) por el escrutinio de la opinión pública que supone sentarse en un banquillo acusado de delinquir.

Por último, y en el ámbito sustantivo, sería también deseable una normativa más concisa y clara sobre posibles indemnizaciones a quien fue sometido a un procedimiento penal sin apenas indicios –actualmente un infierno burocrático al que se sumará una posterior batalla judicial que puede durar varios años en el contencioso administrativo-, de forma que acusaciones que solo buscan el descrédito político tengan un claro coste económico para quien las ejerce, de manera que se desincentive tan extendida forma de utilizar el proceso penal para destruir la carrera política del adversario.

En definitiva, todos los operadores jurídicos tienen que hacer todos los esfuerzos para impedir que se utilice a la justicia penal como una eficaz arma política y tratar de evitar la cada vez más profunda devaluación del principio de intervención mínima, terminando con la incesante politización de la Jurisdicción Penal en los delitos contra la Administración Pública.

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