La involucración de los socios en el día a día de sus sociedades constituyó uno de los objetivos de la Ley 31/2014, de 3 de diciembre, en la que se busca, “con carácter general, reforzar su papel y abrir cauces para fomentar la participación accionarial” (según su propia Exposición de Motivos), y la expresión más clara de ello es la extensión del ámbito de aplicación del artículo 161 de la Ley de Sociedades de Capital (LSC), de aplicación originaria a sociedades de responsabilidad limitada -de naturaleza eminentemente cerrada- y ampliado ahora para todas las sociedades mercantiles. En este precepto, se atisba una difuminación del principio de distribución de competencias entre órganos, facultando a la Junta General a inmiscuirse e impartir instrucciones al órgano de administración o abrogarse la última palabra sobre cualquier asunto de gestión incluso en sociedades abiertas.
Por más que pueda compartirse que el buen gobierno corporativo justifique esta intromisión en las competencias del órgano de administración -al fin y al cabo, la sociedad es de sus socios y serían ellos teóricamente los máximos interesados en una gestión recta de la misma-, resulta muy debatido el encaje de este artículo 161 LSC con (i) el hecho de que no exista un régimen de responsabilidad propiamente dicho para los socios específicamente adaptado a las singularidades del Derecho Societario y (ii) con el hecho de que el artículo 236.2 LSC (“en ningún caso se exonerará de responsabilidad la circunstancia de que el acto o acuerdo lesivo haya sido adoptado, autorizado o ratificado por la junta general”) no module la responsabilidad de los administradores cuando causen un perjuicio ejecutando las instrucciones de la Junta General que a priori, téngase en cuenta, son vinculantes para ellos.
Debe tenerse en cuenta que, en un escenario tan poco claro como éste, ante una instrucción de la Junta, los administradores habrán de extremar sus deberes de diligencia y lealtad (art. 225 y 227 LSC). El órgano de administración, que tiene encomendada la gestión ordinaria, contará con el mayor grado de información y experiencia para orientar a la Junta General en la toma de razón de cualquier asunto y, de esta forma, tratar de evitar que los socios den una directriz que, a la postre, suponga un perjuicio para la sociedad, para sus titulares o para un tercero; lo contrario, podría suponer un reproche de dejación de funciones susceptible de responsabilidad (recordemos que, ex art. 236.1 LSC, responden tanto de actos como de omisiones).
Adoptada por la Junta General la decisión de dar determinada instrucción al órgano de administración, éste habrá de valorar si se cumple la business judgement rule prevista en el artículo 226 LSC y, en función de su conclusión, decidir si la ejecuta y se atiene a eventuales responsabilidades o, por contra, rehúsa y se expone a ser cesado por los socios.
En este sentido, ante el vacío legal, sería preciso que jurisprudencialmente se fueran determinando cauces de exigibilidad de responsabilidad directa de los socios que instruyen a los administradores con los “mimbres” que tenemos, toda vez que resulta evidente que los socios que influyen significativa o decisivamente en la marcha de una sociedad, también habrían de responder de los perjuicios que ocasionen y, de esta manera, además de promover su participación en el día a día de la compañía, su actuación se desempeñe con el mismo rigor que se le exige al órgano de administración.
Además de los principios de buena fe (art. 7.1 del Código Civil) y de responsabilidad universal por la causación de un daño (art. 1902 del Código Civil), quizás una de las alternativas para derivar responsabilidad a los socios que adoptaron determinada decisión podría ser la vía que establece el artículo 236.3 LSC, que prevé extender la responsabilidad al “administrador de hecho”, entendiendo por tal aquel que “desempeñe sin título, con un título nulo o extinguido, o con otro título, las funciones propias del administrador, como, en su caso, aquella bajo cuyas instrucciones actúen los administradores de la sociedad”. En cualquier caso, no está claro si ello sería viable desde un punto de vista práctico; será preciso seguir las corrientes doctrinales y jurisprudenciales -a la espera del legislador- para determinar la mejor forma de exigir responsabilidades a quien causó efectivamente el perjuicio.

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