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Fuentes de energía para la transición

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Pedro Moraleda analiza las fuentes de energía para la transición

En la primera mitad de 2018, veremos las concreciones del comité de expertos en el análisis de escenarios para la transición energética, que fue creado por acuerdo del Consejo de Ministros el pasado mes de julio.

Ante tal iniciativa, que puede marcar una hoja de ruta política y condicionar la futura matriz energética, proliferan las intervenciones de representantes de distintos subsectores en defensa del protagonismo de sus fuentes de energía, pero, a veces, con afirmaciones tan sesgadas que invitan a una concisa reflexión sobre el tema.

Nuestra matriz energética vendrá, necesariamente, determinada por nuestras posibilidades y por los objetivos que nos marcan o nos marcamos.

En cuanto a posibilidades, España apenas produce hidrocarburos y el monto de las importaciones anuales representa en torno al 4 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB), aunque es bastante variable, en función del precio internacional del petróleo. Este importe lastra nuestra balanza comercial y no es aceptable, no sólo por razones económicas, sino de seguridad de suministro.

La naturaleza compensa, sin embargo, la deficiencia de nuestro subsuelo procurándonos más viento y, ciertamente, más horas de sol que a la mayoría de los países europeos.

Si el progreso de la generación eólica no parece tener otro límite que la disponibilidad de ubicaciones adecuadas, el aprovechamiento de la energía solar mediante paneles fotovoltaicos ha sido el avance más espectacular en el sector de la energía en los últimos diez años. Si en 2007 el Real Decreto 661 animaba a la generación fotovoltaica, con una prima de más de 400 euros por megavatio hora, en las más recientes subastas internacionales se está ofertando el megavatio en torno a 20 euros en contratos a largo plazo de grandes plantas fotovoltaicas y en lugares con muchas horas de sol.

Pero, como el escenario ideal no existe, necesitamos fuentes de generación de las llamadas firmes, para mantener las luces encendidas cuando se oculta el sol o no sopla el viento; es decir, energía nuclear, gas o carbón. Y aquí es donde entra en juego el segundo condicionante: los objetivos y su compatibilidad.

Tenemos que reducir nuestra dependencia energética externa, al tiempo que cumplir el compromiso europeo de alcanzar el 20 por ciento de renovables en la demanda final de energía en 2020, pero no está claro que se puedan conseguir esos objetivos y asegurar el suministro eléctrico en todo momento cuando ya la mitad de nuestra capacidad de generación depende de la lluvia, el viento o el sol. Aún será más difícil en el año 2030, si el objetivo de renovables se fija en el 30 por ciento o superior, como se está debatiendo.

El año 2020 es mañana y, para pasar del 17 por ciento actual al 20 por ciento objetivo, el Gobierno ha dado un nuevo impulso a las renovables, con importantes subastas en 2016 y 2017. Pero más renovables implica mayor capacidad de respaldo con plantas de generación tradicionales, cuya viabilidad está en cuestión.

Está en cuestión el carbón porque su utilización es incompatible con los objetivos de reducir emisiones mientras no haya tecnologías eficientes para la captura del CO2, por lo que las opciones para generación eléctrica firme quedan limitadas, de momento, al gas y a las nucleares.

Disponemos de ciclos combinados a gas con capacidad para generar más de la mitad de la electricidad que consumimos, aunque en años de climatología normal estén gran parte del tiempo parados y contribuyan solamente con poco más del 10 por ciento al total de la generación energética.

La flexibilidad operativa de estas plantas es, actualmente, imbatible, pero el problema para su mayor utilización a largo plazo es que el gas no está exento de emisiones de efecto invernadero ni ayuda a reducir nuestra dependencia energética.

Las centrales nucleares aportan el 21 por ciento de la generación eléctrica, operan prácticamente sin interrupción, el coste de generación de las centrales actuales es muy competitivo y apenas penalizan nuestra balanza comercial; no emiten gases nocivos, pero generan residuos que perduran siglos y riesgo de accidentes, que, aunque muy esporádicos, son de graves consecuencias.

Podríamos concluir que los ciclos combinados y las centrales nucleares no sólo son compañeros necesarios para la transición hacia un modelo energético libre de emisiones, sino que sería suicida prescindir en estos momentos de cualquiera de ellos.

Como el modelo futuro pasa por una mayor electrificación de la demanda de energía, empezando por el sector del transporte, cualquier disminución de la aportación nuclear implicaría más uso de gas que, aunque menos contaminante que el carbón, presenta los inconvenientes antes mencionados.

Pero, el verdadero reto para avanzar más rápido está en encontrar la fórmula para una transición ordenada desde el tradicional modelo de generación centralizada a uno nuevo de generación diseminada, con autoabastecimiento y acumulación de energía, más cogeneración de alta eficiencia, trigeneración, etcétera. En resumen, en superar las restricciones técnicas para gestionar con seguridad un alto porcentaje de energías renovables y la proliferación de autogeneradores.

Este reto necesita de unos impulsos legislativo, técnico y económico cuyo análisis corresponde al comité de expertos para la transición.

 

Para más información, puede contactar con:

Pedro Moraleda García de los Huertos

pedro.moraleda@AndersenTaxLegal.es

 

Puedes leer el artículo en El Economista

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